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09 septiembre 2009

Futebol


Por Leo Felipe Campos

Ay, lo que es el fútbol de esta eliminatoria suramericana. Colombia le ganó a Ecuador y todo paisa, todo cachaco, todo costeño, olía su granito de café en Sudáfrica. Uruguay perdió en Perú algo más que la vergüenza: su esperanza. Cuatro días más tarde todo cambió. Ecuador ganó de visitante y hoy por hoy, está en el mundial. Uruguay le ganó a Colombia y hoy por hoy, no está en el mundial, pero Colombia tampoco. Colombia está en cualquier lugar que quede lejos del gol.

Argentina, un tango. Otro tango con Maradona desafinando. El Pelusa ha demostrado que se pueden perder muchos partidos con los mejores jugadores del mundo en el equipo. Equipo, por darle un nombre, sino que lo digan en Rosario.


Venezuela suma y se mantiene viva. La tiene difícil, porque en el camino tiene a Brasil. Y Argentina tiene a Perú. Pero vivir a estas alturas es sinónimo de ganas. Una salvedad de cara al resultado: las ganas de Venezuela, al menos en los últimos partidos, no son las mismas ganas flojas de Verón y compañía.

Recordemos, para los distraídos, Brasil y Paraguay ya están clasificados al mundial. Brasil resucitó hace años y Paraguay es mezquino, o mezquina, pero gana. Chile, casi. Casi gana y casi está clasificado.

Bolivia y Perú están eliminados. Colombia no, pero casi. Digámoslo de esta forma: para que Colombia celebre (paisas, cachacos, costeños) tendría que volver Montoya a la Fórmula Uno.

Eso nos deja a cuatro equipos peleando por un puesto y medio:

Ecuador, que tiene 23 puntos. Argentina, que tiene 22. Uruguay y Venezuela, con 21.

¿Quién va? ¿Quién se queda?
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11 junio 2009

Dos amarillas: Una roja


Por Leo Felipe Campos

Centenariazo parte dos y victoria ante Paraguay. Volvió Brasil. El scratch con menos swing de los últimos años se colgó de la punta y bajó a los guaraníes al tercero, gracias también a la efectividad del Chile de un loco llamado Bielsa. La roja es el mejor equipo visitante y ya está en el segundo, pero como va, si juega en el mundial contra Brasil, le pasa por encima. Claro, hay un detalle: este Chile recuerda tanto a la Argentina cómoda y potente del 2001 y 2002, que los chilenos prefieren no pensar todavía en el mundial.

Argentina. Qué balde de agua te cayó, terminaste con las manos en la cintura y cabizbaja, mirando al suelo en la altura de Quito: te perdiste bajo la lluvia y perdiste con Ecuador, el otro amarillo inteligente y ordenado. Ya en la primera fecha le ganaste a Colombia jugando en casa, pero a nadie le gustó ese triunfo. Y nadie en esta historia son tus directores técnicos, los únicos que van a recordarlo. Maradona, Maradona, sólo el fútbol podía humanizarte, ¿quién diría que el mismo deporte que te situó en el Olimpo, sería el encargado de convertirte en un mortal?

Allí donde Venezuela sacó seis puntos sin recibir ni un gol, la Argentina de los bajitos –conducida por el Pelusa– se llevó ocho en dos partidos y más preguntas que repuestas. ¿Ecuador? Sudó la camiseta, hizo el trabajo, venía de ganarle a Perú sin despeinarse y ahora está en el puesto de repechaje.

Paraguay ha conseguido un punto de doce y tiene un balance de dos goles a favor y siete en contra en las últimas cuatro fechas. En realidad tiene un balance de juego mínimo. Con lo mismo que antes ganaba, esta vez está perdiendo. Aunque es una fija en Sudáfrica, frente a los ojos de sus paisanos, no la salva ni Cabañas.

Los de abajo tampoco sacaron puntos, pero eso no sorprende a nadie, salvo por la derrota de Bolivia en la Paz, ante la juvenil y bien entrenada vinotinto de Farías (para los desentendidos, el otro de abajo es Perú y esto es lo único que vale la pena decir de él).

Venezuela sumó de a cuatro y sigue octava, así de complicada está la eliminatoria. Restan cuatro partidos y este equipo reafirmará un viejo refrán: al César lo que es del César. Si Farías quiere estar en el mundial, su equipo tendrá que ganarle a Chile en Santiago y a Paraguay jugando en casa. Además de golear a Perú. Para estar con los de arriba tienes que ganar como ellos. Si no, el mundial no es tu objetivo.

Se nos queda Uruguay por fuera, que ahora se ubica sexto con una goleada vergonzosa ante Brasil y un dos a dos con Venezuela que suena a morir matando. Entre los partidos que vienen, uno le toca frente a Colombia, justo el equipo que está debajo. 

Colombia es la amarilla lavada; la que no hace los goles, se los encuentra; la que juega feo y se desanima; la de Falcao y Rodallega. O fabrican a un delantero que defina a la primera, o a la segunda, o se cambian el color de la camiseta. Porque aquí, como las tarjetas del árbitro, dos amarillas hacen una roja. Y con eso nos basta. Brasil más Ecuador, igual al Chile de Bielsa. + + +
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01 junio 2009

La sagrada Alemania


Por Juan Carlos Eurea

Que me acusen de no tener "objetividad". Métansela por el culo, yo me quedo con mi deustchland uber alles in der welt. Desde el principio de los tiempos, Alemania no solo es un país y una región, es un estilo de vida: es algo simple: ser macho o hembra, y joderse como los buenos y morir o matar, más nada.

Los argentinos hablan de su maldito tango de mierda que provoca cortarse las venas, los brasileños hablan de su samba y cuando te das cuenta, estás cogido por dos travestís, justo como le pasó a Ronaldo, que ahora está asustado porque cree que puede tener sida. Tampoco es la fiesta brava española, maricas de mierda, incapaces de preñar a sus hembras, cosa que hacen los árabes y los sudacas venidos de lejos sedientos de dinero y futuro.

No, mi Alemania es otra cosa.

Que es una mierda comparada a la del 86, sí. De hecho, si jugaran un partido, la mannschaft de hoy con la de ese año, seguro que los de Rumeniegge le dan una paliza de 10-0 a los de ahora, con coñaza incluida, porque al menos sé que Frings, Lahm, Klose, Podolski, Friedrich y Baumann (cuando lo dejan jugar) y claro, por dios, Metzelder, dicen: "si nos vas a ganar, sufre, coño de madre".

Porque el fútbol alemán quiere transformarse en la cagada moderna de hoy en día, cuando se cree que el reggueton es música y que romper con tu palabra es ser flexible. A la mierda con eso. El problema del fútbol alemán es que se ha dejado contaminar por otros sistemas. ¿Cómo putas un argentino cobarde termina liderando la defensa de Munchen? Y De Michelis es buen futbolista, pero no está a la altura del fútbol alemán. Si el Bayer hubiera tenido a Frank Baumann, el Barça no le hubiera metido de a 4. Si ya no tuvieran de 10 a un brasileño (cargo que lo ejerce Kevin Kuranyi) no se dependiera para la producción ofensiva de un Michael Ballack, cansado de correr tanto y dar y recibir tanta leña.

Ballack debería jugar delante de la defensa, como un líbero, aunque no lo sea. Le queda perfecto: desde allí puede coñacear al rival o dar un pase arrecho o correr y recibir para disparar, porque eso es el fútbol alemán: caerse a coñazos sin coba alguna y definir. Más nada. En 1954, Hungría, en primera ronda le metió 8 pepazos a Alemania, que sólo mojó dos veces. Pero en la final, Alemania 3, Hungría 2. Y hoy en día, Fritz Walter es un nombre que inspira respeto y gloria, tanto como Guiseppe Meazza (cuando Italia tenía dignidad y valía algo) o Guillermo Stábile (y eso que no fue campeón del mundo) o Schiaffino (que dijo, en pleno Maracaná, en la final ante Brasil: "vamos a ganarle a estos macacos") o Matthias Sindelar (simplemente, el mejor 9 de la historia del fútbol).

Pero no. Diego, el brasileño, es el 10 del Bremen (menos mal que Juan ya jugó con Brasil, si no lo viéramos jugando al lado de Metzelder). Diego es el 10 más prendido que hay jugando en Alemania. En la defensa, bueno, ya que lo mencioné, Juan dejó una gran gusto jugando en el Leverkusen, donde siempre salvó a los suyos de grandes desastres. Quisiera volver a De Michelis, para rescatarlo un poco: este argentino es una pasta, defiende, corta y ataca. Se da en la cancha y no le teme a las situaciones difíciles... Claro, eso es fútbol alemán. <>mannschaft.

Aún así, te amo, mi sagrada Alemania. No sabes lo feliz que me haces cuando escucho la Deutsches lied y veo a los equipos ante tu maquinaria blanca negra. Volvamos a ser unos patanes que sólo tenemos que concentrarnos para hacer el trabajo cueste lo que cueste.
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03 mayo 2009

Semana Barça en Carcelona



Por Marc Caellas

Domingo soleado. Ni una nube a la vista. Un cielo azul sonriente. Como los carceloneses, hoy todos culés, hoy todos creyentes, como Serrat que cuando gana el Barça cree que hay Dios y es azulgrana -al menos eso canta Sabina- yo también creo hoy en algo que tal vez sea justicia divina, buen gusto cósmico o simplemente sentido común sideral. Demasiadas imágenes en la retina. Pujol besando el brazalete de capitán con las cuatro barras catalanas, como si fuese un almogàver de ese ejército desarmado de Catalunya del que hablaba Manuel Vázquez Montalbán. O Henry caminando hacia atrás con Eto'o agarrándole el cuello en una especie de ritual africano de extraradio francés. O Gerard Piqué amarrado a la camiseta como si fuera el santo sudario. Salió la "rauxa". No aguantaba más, agazapada, escondida, esperando el momento adecuado par rugir. Demasiado corazón. Demasiado seny. Demasiado debate ficticio pienso mientras desayuno contemplando el Mediterráneo. Al rato, bajo a la calle y camino entre chinos, paquistaníes y suecas. No me importa. Vivan los guiris, mientras celebren las victorias borrachos como cubas en las Ramblas. Viva Carcelona, mientras los guardianes del parque nos dejen subirnos a la fuente de Canaletas a celebrar las victorias. Viva la sagrada familia, mientras sea la que firmó el contrato de Messi en una servilleta. Llego al quiosco eufórico. Me regodeo en los titulares de prensa.

Primero los de la prensa local.
Sport: Goleada, humillación y ¡campeones!
El Mundo Deportivo: 2-6 Histórico.
La Vanguardia: Alirón en Madrid.
Avui: El Barça fa història.
El Periódico: 2-6 Histórico.

Los de Madrid no pueden evitarlo, les duele e intentan ser creativos.

Marca: colorín, colorado, esta liga...
As: Sombrerazo al campéón.
El País: Un Barça de leyenda machaca al Madrid.
ABC: El Barça grita la verdad sobre la liga.
El Mundo: El Bara toma el Bernabeu.

En Italia también lo vieron.

La Gazzeta de lo Sport: Barça, sono marziani il Real fatto a pezzi.
Suena bien, ¿no? En francés también lo queremos leer.
L'Equipe: Jeu, set et match pour Barcelonne.

Vivan los gabachos. Ce n'est pas facile! Me los llevaría todos pero recuerdo aquella frase de Manfridi sobre que en la vida decidir lo es todo. Así que me decido por La Vanguardia, en gran parte porque quiero leer el artículo de Sergi Pàmies titulado Inapelable obra maestra. Termina así: En las semanas previas (extenuantes, con esa lucha mediática que tanto abusa de la guerra psicológica), se ha hablado con lapidaria alegría de un combate entre épica (Madrid) y estética (Barça). Anoche, con un partido que perdurará en nuestra memoria más allá de nuestras cenizas, el Barça fue épicamente estético y estéticamente épico. Señores jugadores, señor entrenador (y colaboradores), gracias.

Gracias a ti Sergi por tus certeros artículos. En la tarde, después de un pollo a l'ast y unos carquinyolis, me siento culpable por tanto culto pagano y decido visitar el CCCB. Una exposición de fotografía africana para digerir el empacho futbolero. La exposición se llama Bamako y, cómo no, me viene a la cabeza que de allí es justamente Diarra, un futbolista de este Madrid chapucero y ramplón. Un jugador, como todos los Diarra del mundo, que corre mucho, la mayoría de veces sin mucho criterio, olvidando la sentencia de Cruyff de que lo importante es que corra la pelota. Demasiada sutileza para un equipo, el madridista, resignado en estos tiempos de crisis a ser un equipo del montón, que puede ganar, por cojones o de churro, que más da, a los equipos segundones pero que cuando se enfrenta a los grandes, o sea al Liverpool, a la Juventus, al Barça, sale goleado. Pero no quiero pensar más en ellos, maldita fotografía africana. Salgo al Raval y en esas me acuerdo de otro culé ilustre, e ilustrado, que hace unos meses escribió un artículo elogiando al gran Pep Guardiola, principal responsable de que todo un país durmiera ayer noche feliz.


EL FÚTBOL HABLADO

Por Enrique VILA-MATAS

Seguramente no se comentó nunca tanto un Barça-Madrid. La explosión mediática, los comentarios en torno al partido, fueron de una intensidad feroz desde el lunes mismo de la semana pasada. Para quien no le haya interesado nunca ese deporte, o simplemente no le atrajera el partido del siglo de este año -que prometía, como así fue, un Madrid cosiendo a patadas los tobillos de Messi- tiene que haber sido una tortura todo el fútbol hablado que se ha vivido en la calle y en los medios.

La primera vez que supe de la existencia del fútbol hablado fue allá por los tiempos de Helenio Herrera, días de 1958, cuando se dio por televisión un Madrid-Barça y por primera vez se habló del partido del siglo, sobre todo por ser la primera vez que se televisaba en el país un encuentro futbolístico. Por aquellos días, la gente en Barcelona iba a Canaletas -el famoso entorno que existió muchísimo antes de que Cruyff lo descubriera- para participar en las animadas y para mí algo extrañas tertulias que tenían lugar junto a la fuente. Ignoro si perduran todavía esas reuniones -intuyo que sí-, pero recuerdo que entonces eran reuniones excepcionales y que aquella semana de hace medio siglo, antes precisamente del primer partido del siglo, fue el delirio. Pero no el delirio descomunal y desorbitado de estos últimos días, sino una locura contenida, rara, de una serenidad violenta que nunca he podido olvidar. En Canaletas eran todo un espectáculo los extraordinarios egocéntricos, sabios parlantes siempre en busca de discrepar del último que hubiera hablado. De ahí creo que nació la peor pero también, al mismo tiempo, y en una dirección bien distinta, la mejor literatura de fútbol de todos los tiempos y de la que el periodista Martín Girard, entre otros, fue un pionero.

Del bombardeo mediático de la última semana, con tanto culé enloquecido ante la expectativa de la goleada estratosférica -en un bar llegué a oír hablar de un once a cero-, aprecié especialmente algunas opiniones breves y sensatas. La de Valdano, por ejemplo: "Espero que el Real Madrid acepte su debilidad y que salga con una actitud más conservadora. La dificultad del Barça radica en cumplir con todas las expectativas creadas". Certeras palabras, porque eso fue lo que sucedió el sábado bajo la lluvia, aunque en el tiqui taca de la retransmisión de la Sexta en la que participó Valdano parecían creer que a Messi se le podía lapidar y que la gran jugada del partido la había hecho el velocista Drenthe.

De todo el despliegue abrumador de la semana pasada me quedo con las palabras siempre medidas y comedidas de Guardiola, que si hace quince días se descolgó con una escueta frase que seguramente quedará -"El balón es quien ordena a los equipos"-, días antes del partido con el eterno rival se quejó precisamente de las expectativas creadas: "Muy bien, ya hemos ganado cinco a cero, ahora vamos a jugar el partido".

Suenan siempre nobles las palabras de Guardiola en medio de un entorno de tergiversaciones chulescas (Michel Salgado diciendo que en el Barça celebran ya la Liga), lenguaje cañí, culto al insulto, amenizado por las chorradas sempiternas de los presidentes. Aunque no fuera bueno en su oficio, nadie podría ya quitarle a Guardiola haber conseguido en poco tiempo haber mejorado el fútbol hablado. Pero es que, además, resulta que está dando señales de querer mejorar también al fútbol y de ser un entrenador extraordinario.

Para réplicas: http://bcarcelona.blogspot.com/

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13 abril 2009

Fútbol Total


Por Marc Caellas

Me pide Leo Campos que escriba un texto sobre Johann Cruyff. Mi primer impulso es decirle que preferiría no hacerlo, que estoy en una época de escritor del No, que me considero un Bartleby de rebajas. Pero no puedo. No puedo negarle nada a alguien que le pone unos zapatitos azulgranas a su hija de pocos meses para ver juntos el Barça-Real Madrid (unos zapatitos, claro, que le regalé yo). No puedo olvidar que fue con Leo Campos con quien compartí, Solera va solera viene, esa taquicárdica final de París en la que conseguimos nuestra (hasta este año) última Champions League. No puedo rechazar esta asistencia de tacón de quien no tiene reparo en pasear por Bienales de Literatura ataviado con una franela con el 10 de Messi. No puedo.

Ahora que todo aficionado babea con el juego del Barça, en estos días en que los festivales de Danza Contemporánea incluyen a Messi en su programación, en esta primavera en la que media Barcelona suspira por Pep Guardiola hace falta recordar que si este Barça existe, si este futbol total asombra a Europa, si este abuso de espectáculo es posible, es gracias a que hace unos años hubo un hombre, un estadista, un visionario, llamarle apenas entrenador sería rebajarle, que sacó al futbol del cementerio en el que había echado raíces para convertirlo, nuevamente, como hizo también cuando fue jugador veinte años antes, en un arte. Ese hombre de origen holandés y de madurez catalana se llama Johan Cruyff y para que nos entendamos, para que sepamos de lo que hablamos, para que nos dejemos de tonterías, es el Duchamp del fútbol, alguien avanzado a su tiempo, alguien que siempre está un paso, o una docena, más allá de los demás.

Su compatriota Ramón Gieling le dedicó hace unos años un documental que tituló “En un momento dado”, en honor a una de las frases que a Cruyff le gustaba repetir. Ciertos integristas del formalismo lingüístico le criticaban, y le critican, que tantos años viviendo en España no le hayan bastado para aprender correctamente el castellano. No se dan cuenta de que si no lo habla bien es porque no le da la gana. Al igual que a Picasso no le daba la gana de pintar paisajes. O a Dalí bailar sardanas. Los genios se rigen por otros parámetros y Cruyff, como tal, no es una excepción. Cambiar la mentalidad de un club sufridor, mártir, perdedor, catalán en definitiva, con casi cien años de historia, y convertirlo en una referencia no tan sólo por el número de socios –eso ya lo teníamos– ni por el estadio más grande –el tamaño sí importa– sino sobre todo por asumir como doctrina una manera de afrontar el fútbol, o sea la vida, en la que importa menos la victoria –y Cruyff consiguió muchas– que la imagen que se deja.

Por ese motivo, lo vemos en el documental que recomiendo busquen hoy mismo, el dueño de ese restaurante de l’Eixample barcelonés organiza su cocina como Cruyff organizaba a su equipo. Y es que nadie se acuerda de esa gris Alemania que ganó el mundial del 74 y en cambio todo buen aficionado tiene un hueco para la Naranja Mecánica. Lo mismo con el Dream Team. No importan cuántas Copas de Europa ganó, apenas una, lo relevante es que durante casi una década, el fútbol de ese equipo interesó tanto a las amas de casa aburridas como a los diplomáticos desubicados, por mencionar algunos colectivos singulares que suelen expresar ciertas reservas respecto al balompié.

Cruyff estuvo al frente del Barça ocho años. Entre los jóvenes que se corrían por La Masia (esa escuela de la vida nunca bien ponderada en la que se formó, entre otros, Messi) descubrió a un espigado muchacho. Ese muchacho, Pep Guardiola, se empapó durante años de la doctrina cruyffista y, si le dejan, puede marcar una época. Es el heredero de una manera de ver la vida, una mezcla de hedonismo ilustrado con anarquismo burgués, que, aplicada en un campo de fútbol, consigue llevar a este en general aburrido deporte, a cotas de belleza que pocas manifestaciones artísticas consiguen. Gracias Johan.
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01 abril 2009

El norte es el sur


Por Leo Felipe Campos

Tras la primera jornada de esta doble tanda de eliminatorias sudamericanas, Argentina era un tractor. No, un jet. O ambas cosas: un tractor que volaba como un jet y un jet con la fuerza demoledora del tractor. Además, con dios –invicto– como entrenador. Colombia era una esperanza, una lágrima de alegría, un país resucitado. Uruguay y Chile una certeza y Perú… Ay Perú, qué vergüenza.

Venezuela y Bolivia no contaban, como siempre de relleno. Brasil daba miedo, por lo pobre de su juego, y Paraguay y Ecuador demostraban que no siempre el resultado es lo importante, o lo más importante. Pero vemos que sí, porque en la segunda tanda, apenas tres días más tarde, Bolivia llenó el camión de goles, llenó el jet de goles, no creyó en dios sino en las alturas; y en poco tiempo –90 minutos– sin clasificarse al mundial, ya hizo historia.
Colombia volvió a morir y el papel de resucitado se lo dejó a Venezuela, que cambió la cara y hasta el estilo, como lo hizo Brasil, aprovechándose de la desvergüenza peruana.

Junto a los brasileños, en esta carrera que mira de reojo el tiempo que queda, los ganadores de la fecha fueron chilenos y uruguayos, que obtuvieron 4 puntos de 6 posibles.

Argentina dos caras, Bolivia dos caras, Colombia dos caras y Venezuela dos caras, ganaron en casa e hicieron el ridículo de visitante: 3 puntos y nos vemos. Dependiendo del ritmo: tango, vals o vallenato, ¿alguien sabe cual es la música típica a 5 mil metros de altura?, el vaso quedó medio vacío o medio lleno.

Ecuador –qué bien planteó los dos partidos y qué mal los terminó– tuvo que conformarse con 2 puntos que pueden significar su despedida de Sudáfrica, porque aunque es poca, perdió ventaja con respecto a sus dos competidores mortales: los ganadores Chile y Uruguay.

Y Paraguay, ese líder indiscutido de la llave sudamericana, sumó apenas 1 punto de 6. Perú, qué importa. Afuera lo dejan sus estructuras y la falta de resultados, porque sí, parece que efectivamente es importante, y más como están las cosas, cuando el líder suma de a poco y los de atrás empujan. Ahora es que se pone buena esta eliminatoria.
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31 marzo 2009

Contra Mourinho o El Final del Fútbol


Por Jesús Ernesto Parra

Todo límite es, a su vez, inicio y final. Así como las rayas laterales son límite del terreno de juego, el entrenador de una oncena futbolística puede convertirse en inicio o fin futbolístico de su equipo. Cuando el entrenador cruza la raya –teórica y física– e invade el terreno, el fútbol se acaba. Y comienza la comedia. O peor, comienza Mourinho.

En el mundo del fútbol de micrófono y close-up, Mourinho es el rey. Mou, para los íntimos, es la personificación de una de las plagas que está mandando a la mierda lo poco que queda del fútbol: los Directores Técnicos. Mourinho es un Director Técnico, no un entrenador.
Los entrenadores forman equipos y los hacen trabajar, los directores técnicos diseñan equipos y siguen una tabla. Una figura infame y tecnocrática que impone una dictadura extra-futbolística y que aprovecha coyunturas para hacer lo que nunca se debe hacer en el fútbol: maltratar jugadores, endilgarse triunfos ajenos y, sobre todo, decir que quien hace el fútbol es el hombre de la corbata, y no los Drogba, Decos, Ibrahimovics, y Adrianos, que inflan las nóminas de los equipos que tienen la mala suerte de tener a ese señor dirigiendo sus bancas.

Así como hay un ligera pero definitiva línea entre el talento y el genio; existe una división –de igual calidad y efecto– entre la personalidad –como virtud– y el personalismo –como vicio. En el campo de fútbol, estas categorías no se pierden sino que toman dimensiones épicas o patéticas, dependiendo de los casos. Mourinho es sin duda alguna un ejemplo del último. Mourinho es de los que piensa en los jugadores como números, fichas, o ganado. No por nada sus inicios en el fútbol no son como jugador sino como anotador en la banca. No por nada el oficio que más rentas le otorga no es el de Director Técnico, es el de agente deportivo. Mourinho es un ganadero del fútbol. Por eso no es de extrañar que con una delantera tan contundente como la que tiene el FC Internazionale Milano, llene los demás puestos con los jugadores africanos más caimanes, o peor, con jugadores que parecen africanos caimanes, aunque hayan nacido en otras tierras, como Maicon y Balotelli. Un equipo para la foto, para los medios, para la cotización financiera. Pero no para la conducción, la estrategia y la profundidad de una liga.

El reduccionismo de Mourinho es el fin de la era de los jugadores de fútbol y el inicio de la época de los ganaderos. O de los intelectuales del fútbol. Es decir, gente que nunca jugó, o que no sabe jugar, o que simplemente no quiere a la gente que –de verdad– juega el fútbol. Mourinho es el líder de esa práctica infame que llevan personajes como Bielsa, Cúper, Van Gaal, Capello, Valdano, y de cosecha local: Farías.

Sentémonos a mirar cómo los Directores Técnicos hunden el balompié, y como Mourinho se llena la boca y el bolsillo. Miremos cómo Ibraimovich se queda sin Champions League, y cómo una cada vez más desinflada Vinotinto vuelve a sus fantasmas del pasado. La culpa, lo acabo de escribir. Lo demás, fue fútbol.
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30 marzo 2009

El último Café



Por Salvador Fleján

El último recuerdo que guardo del Café Martínez es algo extraño. Debe haber sido a mediados de los años noventa, en el Universitario. El Café venía al bate y el estadio estaba full de fanáticos. Con pizarra y público adverso, el negrazo estiró los brazos y puso la bola en las gradas del leftfield. Ese día no había samba en el estadio y la conexión hubiera pasado desapercibida a no ser por un hecho que me heló la sangre: de las gradas algún espontáneo devolvió la pelota al campo. Esa puede que sea una costumbre arraigada en el Wringley Field de Chicago, pero no en el parque de Los Chaguaramos. El jardinero izquierdo, en un gesto pretendidamente magnánimo, tomó la pelota y la regresó al graderío. Insólitamente, el souvenir fue devuelto al outfield como si el jonrón estuviera apestado. Mientras eso ocurría, Café le daba la vuelta al cuadro, acaso avergonzado de darle ventaja a su equipo.

Al tratar de buscarle una explicación a lo que acababa de ver, mis recuerdos se transformaron en un remolino de titulares de prensa, fotos y chismes de tribuna. Veo al Café en mangas de camisa a las puertas de una comisaría de la PTJ. Café empuñando un bate con el uniforme de los Yankees. Abrazado al novato Guillén en una tarde del Comiskey Park. Luego algo se apaga y lo veo jugar temporadas completas con los Tiburones, como si jugar desde octubre constituyera un signo inequívoco de decadencia deportiva. “Le dio un coscorrón al manager de los Medias Blancas”. “Está dedicado al ron”. “El chirri lo tiene loco”. Según la leyenda urbana, Café Martínez en vez de pelotero parecía boxeador.

Luego vendría el retiro y el olvido. Una mañana de ocio sintonicé un canal deportivo. Alguien lejanamente familiar contaba anécdotas como si padeciera de asma. Me costó trabajo reconocer al recio tercera base de los Tiburones de La Guiara en aquella sombra encorvada tocada con un gorrito raftafari. Casi al final del programa, el conductor del espacio invitó al Café a hablar de “su enfermedad”. Algo inquietante se revolvió dentro de mí. El viejo ídolo hilvanó un lugar común. La voz agónica del Café hacía lucir la invitación del moderador como un chiste y una redundancia. “Todo el mundo sabe lo que tengo. Que eso le sirva de ejemplo a los muchachos”, remató casi inane.

El sentimiento de exclusión que experimenté al no saberme parte de ese “mundo” al que se refería el pelotero no fue nada en comparación a la amarga intuición de saber que el hombre se estaba muriendo.

Pero el Café aún tendría arrestos para vivir un año más. En otras de mis mañanas de ocio volví a sintonizar el programa deportivo. Me sorprendieron dos cosas: que el estúpido programa aún se mantuviera al aire y que el Café siguiera aferrado con valentía a la vida. Sin embargo, en esta oportunidad Café Martínez no se encontraba presente en el estudio. “Estoy muy débil”, se excusó. Su voz, que a través del hilo telefónico sonaba entre fantasmal y suplicante, repetía como una letanía que no lo dejaran solo. Que lo único que quería era hablar con sus amigos. Nada más.

Fue en ese momento que me vino la imagen del jonrón execrado de las gradas, aquel hecho tontamente irreverente que preludiaría el final de su exaltada vida.

Apagué el televisor e intenté elevar una plegaría. Sólo entonces caí en cuenta de que no recordaba ninguna.

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24 marzo 2009

Bolt for allways



Por Efraim Medina Reyes

1. CIEN EN 9:69

Un negro alto y guapachoso ha dejado pasmado al mundo. No se necesita mucha inteligencia para entender que correr cien metros planos en 9.69 es algo sobrenatural. Más aún si lo hizo un jamaiquino que un momento antes de realizar su hazaña estaba bailando reggae y mamando gallo con su rivales y, en plena carrera hacia la gloria, abrió los brazos y volvió a bailar y bailando cruzó la meta. Para los terrícolas era una cita con la historia, para Usain Bolt sólo otra carrera con sus amigos. El hecho que lo observaran noventa mil chinos mientras el resto de la humanidad seguía sus increíbles movimientos por la televisión no pareció afectarlo. En poco más de cuarenta zancadas Usain mandó al demonio el rigor y la concentración como premisas del triunfo y llevó al trono del deporte mundial el desenfado y la alegría propios del Caribe. Al finalizar la vuelta de honor Usain le confesó a uno de sus asistentes que cuando había recorrido los primeros cincuenta metros supo que había ganado la carrera y buscó a su madre, entre los noventa mil chinos, para dedicarle la victoria. Todos pudimos ver como veinte metros antes de culminar su monstruosa hazaña se distrajo mirando a sus rivales y golpeó su pecho para decirle a la multitud que él, un negro criado en la plantación de café donde trabajaba su familia, era la verga herida. 9.69 para cualquier ser humano son un suspiro y en ese suspiro Usain se adelantó al futuro y celebró con su madre la medalla de oro que un instante después ganaría.

Ningún deporte o cualquier otra experiencia humana puede compararse a los cien metros planos. Ese trayecto es el arte esencial; los soberbios guepardos corren los cien metros planos cada día para sobrevivir, también los antílopes y las cebras. Las otras cosas que llamamos deportes son derivaciones pendejas de esos cien metros. A menudo nos preguntamos cuál es el sentido de la vida y quizá todo se reduzca a esos cien metros; el día que la raza humana logre recorrerlos en el menor tiempo posible tendremos la ansiada respuesta. Usain nos ha acercado a ese día ulterior, el encarna el sueño de la noche de los tiempos. Comparados con Usain las estrellas del fútbol, los golfistas, la NBA, etc, etc, son babosas infladas. Usain sintetiza y destroza los imposibles, es él la posibilidad que tiene Aquiles de alcanzar la tortuga; cuando el guepardo persigue al antílope las hienas se limitan a observar y luego se alimentan de caca podrida. Noventas mil chinos en el estadio y el resto de la humanidad, incluidos futbolistas, golfistas, la NBA y demás etcéteras, hemos observado a Usain honrar al guepardo ¿Qué piensas comer hoy?



2. GUEPARDO VS DIABLO S.A.

Quizá Usain Bolt no lo sepa pero esos magníficos cien metros planos de Pekin fueron su última carrera, a partir del momento que abrió los brazos y cruzó la meta se convirtió en una celebridad y cayó en las entrañas de la máquina que convierte todo lo bello y auténtico en física mierda. Hasta hace unos meses Usain era prácticamente desconocido, su nombre sólo les decía algo a los expertos del atletismo que lo consideraban un chico prometedor. Ni siquiera era habitual verle correr los cien metros. Pero después que batió el récord del mundo en New York (9.72) su destino empezó a cambiar. Sin embargo, hace dos semanas nadie lo reconoció en el vuelo que lo llevó a Pekín y en el aeropuerto un puñado de periodistas que lo estaban esperando no sabían cuál de aquellos atletas que llegaban de Jamaica era el que amenazaba con borrar de la pista a los temibles Tyson Gay y Asafa Powel. Él no se esforzó en hacerse notar, caminaba entre la multitud masticando caramelos y escuchando a Bob Marley en su ipod. No estaba allí para dar entrevistas sino para honrar al guepardo. Y lo hizo. No creo que nadie dude, y menos yo, que seguirá venciendo y destrozando récords, sólo que ya no lo hará para honrar al guepardo sino para atraer a las hienas. A esta hora su agente estará negociando su alma con el Diablo S.A. A cambio de cifras astronómicas se usará la imagen de Usain para promocionar todo tipo de baratijas y en adelante él correrá para convencer a las hienas de tragarse esas baratijas. Su desenfado y buen humor serán etiquetados y empacados rigurosamente al vacío y en su contrato estará establecido cuando debe reírse y cuando debe bailar. Por supuesto que no volverá a sentarse en los incómodos asientos de la clase turista y podrá elegir entre el rebaño de top models la que más le guste y será ella quien, aburrida y desdeñosa entre el público, espere su señal de victoria y sonría luciendo una gorrita del patrocinador. Tal vez en poco tiempo Bolt decida abandonar a Glenn Mills, su fiel entrenador, porque a su top model le resulte demasiado vintage. Me gustaría pensar que exagero y que Bolt logra evadir la maldita máquina tritura almas, después de todo es el hombre más rápido del planeta y no un zombie como Beckham. O tal vez Bolt, como casi todos, ha llegado hasta allí empujado por el ansia de entregarse a esa máquina. Cada quien debe cuidar su propio trasero, el guepardo lo hace y Bolt debe hacerlo. A los sentimentales nos quedan esos inolvidables 9.69 para seguir soñando.
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21 marzo 2009

¿Todoscontrasojopuntocom?


Por Jorge Sayegh

Desde el Mundial pasado, hasta el tercer juego de Venezuela en esta segunda edición, todo era pura crítica contra el petareño que tiene unos cuantos anillos de Serie Mundial gracias a los Yanquis. Pero después de ganarle a los gringos en la revancha, nos reconciliamos todos, incluso con Sojo y Víctor Zambrano que lanzó una joya (excepto con Maglio que está ¿jodido? por golillero y jalabolas).

Debo advertir que, personalmente, nunca había criticado al mánager de Venezuela, ni en el primer Mundial, ni en este. Creo que entonces hizo lo que pudo, pero si los caballos muertearon y no le daban ni a un melón, ¿qué carajo podía hacer él mientras escupía semillas de girasol desde el dogout?

En esta segunda edición tampoco pudo hacer nada cuando su “segundo abridor en el mismo juego” (por esas reglas anómalas de este mundial) salió bolero. Mientras calentaba en el bullpen (al que también reventaron uno tras otro) se nos iba el juego.

Sin embargo, hoy estoy enrollado.


Carlos Silva hizo dos excelentes trabajos frente a Italia y Holanda. Pero, por más que le hayan echado bolas, que Holanda haya eliminado a Dominicana, que no hay rival pequeño, ninguna de las dos selecciones tenía un lineup de temer. Para un pitcher que lanza strikes sin mucha maña, eso es un paraíso. Pero los coreanos son eficientes, habilidosos, experimentados. Saben hacer contacto y tienen velocidad. Para un pitcher que lanza strikes sin maña, eso puede ser un infierno.

Tenemos sólo una fecha virtual y una real. Si hoy no ganamos todo se va pa´la mierda. Venezuela tiene apenas dos lanzadores de alto nivel: Felix Hernández y Armando Galarraga. Ambos son dos caballos, ambos están calientes y ambos pueden hacer ¡100 lanzamientos! ¡¿Por qué carajo no son nuestros dos abridores para los dos grandes partidos que nos quedan?!

Usted me perdona querido lector, pero la angustia me abruma y no quiero ser “pájaro de mal agüero” —como dijo el tarado de Antonio Ledezmasaurio en la manifestación de apoyo a Manuel Rosales, el maracucho retrógrado (cualquiera que haya sido gobernador de un estado e inmediatamente después sea alcalde de la capital de ese mismo estado merece el apelativo) quien será encarcelado en calidad de “político preso”, que es como le gusta a este gobierno llamar a los presos políticos—, pero los coreanos no son tan fáciles, si cabe el término, como los holandeses e italianos.

En cualquier caso, creo que los gordos escupidores están de muy buen ánimo, dedicados a su trabajo, confiados en sí mismos, no en sus laureles, apoyándose como equipo, concentrados en la meta que es ¡el campeonato del mundo, Pinky!

Creo que hoy va a ser un gran día. Ojala y no perdamos porque me voy a arrechar.

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15 marzo 2009

El "Mundial" es de pinga... cuando ganamos

Por Jorge Sayegh

La Vinotinto.

Enunciado extraño aplicado al béisbol. Solemos llamar Vinotinto a la suma de once metrosexuales en shortcitos que juegan a la Cenicienta y que siempre, después de coquetear con el príncipe, son echados de la fiesta tras las doce campanadas que hace sonar el resto de los invitados.

Zapatico de cristal quebrado mediante, el fútbol no es lo nuestro.

En cambio, nuestros gordos escupidores son respetados por los rivales de esa actividad deportiva profesional donde los jugadores se enfrentan con un palo en la mano.

Y los gordos están ganando.

La intención del “Clásico” “Mundial” de “Béisbol” es convertirse en una competencia similar al Mundial de Fútbol. Jé. Pero es en serio. Después del Mundial (que se llama así: Mundial, y punto) no hay ningún otro deporte en el que jueguen profesionales que pretendan convertirse en sustitutos del enfrentamiento marcial entre naciones. Por lo menos ninguno que le interese a nadie. O a usted, querido lector, le importa un carajo el campeonato mundial de ¿vóleibol?

¿Cuál es el argumento más poderoso para que una actividad deportiva marginal pretenda tamaña gesta?

Los reales.

En el mundo millonario del deporte rentado uno de los que mejor paga a sus jugadores es el béisbol. Y el público y el mercado son enormes: en el Caribe es un negoción y en Japón más productivo que en el imperio mesmo, donde las Grandes Ligas quieren erigirse en una suerte de FIFA del béisbol.

El problema es que las Grandes Ligas no son una federación, sino un negocio monopólico. Por eso tanto celo. Que si sólo 50 lanzamientos. Que ahora 70, pero poquito a poco. Que ¡¿cómo se te ocurre que vas a ir a cansarte el brazo en ese mundialucho a ver si te me lesionas, tú que eres mi abridor del juego inaugural al que le pago 20 millones de dólares por año, en año de crisis?!

Así que ni Santana ni Zambrano fueron al “Clásico”. ¿Usted se imagina, mi querido lector, una selección de Argentina sin Mesi a pesar de que esté sano? Entonces uno piensa: ¿Y si mejor que no hayan ido? Santana y Zambrano no ganaron ninguno de los juegos del “clásico” pasado. De hecho, Santana perdió los dos que abrió.

Este torneo tiene problemas. Hay reglas que van tan directamente contra la esencia del béisbol que ni en Criollitos se atreverían a proponerlas. Está tan mal estructurado que Venezuela va a jugar por tercera vez contra Estados Unidos y pudieron jugar cuatro veces si ambos equipos hubiesen tenido que definir nuevamente el primer lugar del grupo, e incluso una quinta, si después llegaran a disputar la final. Algo absurdo en un campeonato mundial donde se trata de confrontar distintas selecciones, estilos y escuelas.

Pero Venezuela ya le ganó a los Estados Unidos.

En el “Clásico” Mundial de Beísbol.

Al inventor de ese deporte.

Profesional.

Y estaban en juego no sólo el honor deportivo, ni el orgullo machista, ni definir quién quedaba en el primer lugar del grupo. Sino trescientos mil dólares. Dólares fuertes (todos ellos siempre lo son) que se los arrebatamos a punta de batazos, lanzamientos quebrados y carácter callejero al equipo All Big Stars capitaneados por Derek Jeter.

Ya nadie dice que Sojo es un mamahuevo. Que Abreu se emborracha en su cumpleaños. Nadia abuchea a Maglio por chavista (bueno, mentira, eso sí lo siguen haciendo). Ahora soñamos que podemos ganar. Ahora el mundial no es tan mamarracho. Escribo esto después de vencer apretadamente a Holanda, el equipo más trepidante del mundo, desde que Camerún irrumpió en Italia 90.

Y nótese que digo “podemos ganar”, en el sentido de que usted y yo somos parte de esta heroica gesta ridícula. Es que, por lo menos para nosotros, a quienes nos gusta esa extraña actividad deportiva de gordos escupidores, el mundialucho se está poniendo bueno.

Nota 1: Este link es el más claro para seguir el laberíntico sistema del “clásico” para llegar a la final. Y aún así es difícil de entender.

Nota 2: Okey, Maglio es un jalabolas del gobierno. Pero también es un integrante de la selección de Venezuela. Hay que ser bien cabeza de huevo para pitarlo cuando va a batear por el equipo. Y después los gusanos criollos acusan a los chavistas de intolerantes.
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12 marzo 2009

Midweek Results





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09 marzo 2009

Esperándolo a Tito

Fotografía de la portada original del libro "Esperándolo a Tito y otros cuentos de fútbol", de Eduardo Sacheri, publicado por la Editorial Galerna. Deben haber vendido ya como 9 ediciones.


Por Eduardo Sacheri *

Yo lo miré a José, que estaba subido al techo del camión de Gonzalito. Pobre, tenía la desilusión pintada en el rostro, mientras en puntas de pie trataba de ver más allá del portón y de la ruta. Pero nada: solamente el camino de tierra, y al fondo, el ruido de los camiones. En ese momento se acercó el Bebé Grafo y, gastador como siempre, le gritó: "¡Che, Josesito!, ¿qué pasa que no viene el 'maestro'? ¿Será que arrugó para evitarse el papelón, viejito?". Josesito dejó de mirar la ruta y trató de contestar algo ocurrente, pero la rabia y la impotencia lo lanzaron a un tartamudeo penoso. El otro se dio vuelta, con una sonrisa sobradora colgada en la mejilla, y se alejó moviendo la cabeza, como negando. Al fin, a Josesito se le destrabó la bronca en un concluyente «¡andálaputaqueteparió!», pero quedó momentáneamente exhausto por el esfuerzo.

Ahí se dio vuelta a mirarme, como implorando una frase que le ordenara de nuevo el universo. «Y ahora qué hacemo, decíme», me lanzó. Para Josesito, yo vengo a ser algo así como un oráculo pitonístico, una suerte de profeta infalible con facultades místicas. Tal vez, pobre, porque soy la única persona que conoce que fue a la facultad. Más por compasión que por convencimiento, le contesté con tono tranquilizador: «Quédate piola, Josesito, ya debe estar llegando». No muy satisfecho, volvió a mirar la ruta, murmurando algo sobre promesas incumplidas.

Aproveché entonces para alejarme y reunirme con el resto de los muchachos. Estaban detrás de un arco, alguno vendándose, otro calzándose los botines, y un par haciendo jueguitos con una pelota medio ovalada. Menos brutos que Josesito, trataban de que no se les notaran los nervios. Pablo, mientras elongaba, me preguntó como al pasar: «Che, Carlitos, ¿era seguro que venía, no? Mira que después del barullo que armamos, si nos falla justo ahora...».

Para no desmoralizar a la tropa, me hice el convencido cuando le contesté: «Pero muchachos, ¿no les dije que lo confirmé por teléfono con la madre de él, en Buenos Aires?». El Bebé Grafo se acercó de nuevo desde el arco que ocupaban ellos: «Che, Carlos, ¿me querés decir para qué armaron semejante bardo, si al final tu amiguito ni siquiera va a aportar?». En ese momento saltó Cañito, que había terminado de atarse los cordones, y sin demasiado preámbulo lo mandó a la mierda. Pero el Bebé, cada vez más contento de nuestro nerviosismo, no le llevó el apunte y me siguió buscando a mí: «En serio, Carlitos, me hiciste traer a los muchachos al divino botón, querido. Era más simple que me dijeras mirá Bebé, no quiero que este año vuelvan a humillarnos como los últimos nueve años, así que mejor suspendemos el desafío». Y adoptando un tono intimista, me puso una mano en el hombro y, habiéndome al oído, agregó: «Dale, Carlitos, ¿en serio pensaste que nos íbamos a tragar que el punto ése iba a venirse desde Europa para jugar el desafío?». Más caliente por sus verdades que por sus exageraciones, le contesté de mal modo: «Y decíme, Bebé, si no se lo tragaron, ¿para qué hicieron semejante kilombo para prohibirnos que lo pusiéramos?: que profesionales no sirven, que solamente con los que viven en el barrio. Según vos, ni yo que me mudé al Centro podría haber jugado».

Habían sido arduas negociaciones, por cierto. El clásico se jugaba todos los años, para mediados de octubre, un año en cada barrio. Lo hacíamos desde pibes, desde los diez años. Una vuelta en mi casa, mi primo Ricardo, que vivía en el barrio de la Textil, se llenó la boca diciendo que ellos tenían un equipo invencible, con camisetas y todo. Por principio más que por convencimiento, salté ofendidísimo retrucándole que nosotros, los de acá, los de la placita, sí teníamos un equipo de novela. Sellar el desafío fue cuestión de segundos. El viejo de Pablo nos consiguió las camisetas a último momento. Eran marrones con vivos amarillos y verdes. Un asco, bah. Pero peor hubiese sido no tenerlas. Ese día ganamos 12 a 7 (a los diez años, uno no se preocupa tanto de apretar la salida y el mediocampo, y salen partidos más abiertos, con muchos goles). Tito metió ocho. No sabían cómo pararlo. Creo que fue el primer partido que Tito jugó por algo. A los catorce, se fue a probar al club y lo ficharon ahí nomás, al toque. Igual, siguió viniendo al desafío hasta los veinte, cuando se fue a jugar a Europa. Entonces se nos vino la noche. Nosotros éramos todos matungos, pero nos bastaba tirársela a Tito para que inventara algo y nos sacara del paso. A los dieciséis, cuando empezaron a ponerse piernas fuertes, convocamos a un referí de la Federación: el chino Takawara (era hijo de japoneses, pero para nosotros, y pese a sus protestas, era chino). Ricardo, que era el capitán de ellos, nos acusaba de coimeros: decía que ganábamos porque el chino andaba noviando con la hermana grande del Tanito, y que ella lo mandaba a bombear para nuestro lado. Algo de razón tal vez tendría, pero lo cierto es que, con Tito, éramos siempre banca.

Cuando Tito se fue, la cosa se puso brava. Para colmo, al chino le salió un trabajo en Esquel y se fue a vivir allá (ya felizmente casado con la hermana del Tanito). Con árbitros menos sensibles a nuestras necesidades, y sin Tito para que la mandara guardar, empezamos a perder como yeguas. Yo me fui a vivir a la Capital, y algún otro se tomó también el buque, pero, para octubre, la cita siempre fue de fierro. Ahí me di cuenta del verdadero valor de mis amigos. Desde la partida de Tito, perdimos al hilo seis años, empatamos una vez, y perdimos otros tres consecutivos. Tuvimos que ser muy hombres para salir de la cancha año tras año con la canasta llena y estar siempre dispuestos a volver. Para colmo, para la época en que empezamos a perder, a algunos de nosotros, y también de ellos, se nos ocurrió llevar a las novias a hacer hinchada en los desafíos. Perder es terrible, pero perder con las minas mirando era intolerable. Por lo menos, hace cuatro años, y gracias a un incidente menor entre las nuestras y las de ellos, prohibimos de común acuerdo la presencia de mujeres en el público. Bah, directamente prohibimos el público. A mí se me ocurrió argüir que la presión de afuera hacía más duros los encontronazos y exacerbaba las pasiones más bajas de los protagonistas. Y ellos, con el agrande de sus victorias inapelables, nos dijeron que bueno, que de acuerdo, pero que al árbitro lo ponían ellos. Al final, acordamos hacer los partidos a puertas cerradas, y afrontamos la cuestión arbitral con un complejo sistema de elección de referís por ternas rotativas según el año, que aunque nos privó de ayudas interesantes, nos evitó bombeos innecesarios.

Igual, seguimos perdiendo. El año pasado, tras una nueva humillación, los muchachos me pidieron que hiciera «algo». No fueron muy explícitos, pero yo lo adiviné en sus caras. Por eso este año, cuando Tito me llamó para mi cumpleaños, me animé a pedirle la gauchada. Primero se mató de la risa de que le saliera con semejante cosa, pero, cuando le di las cifras finales de la estadística actualizada, se puso serio: 22 jugados, 10 ganados, 3 empatados, 9 perdidos. La conclusión era evidente: uno más y el colapso, la vergüenza, el oprobio sin límite de que los muertos ésos nos empataran la estadística. Me dijo que lo llamara en tres días. Cuando volvimos a hablar me dijo que bueno, que no había problema, que le iba a decir a su vieja que fingiera un ataque al corazón para que lo dejaran venir desde Europa rapidito. Después ultimé los detalles con doña Hilda. Quedamos en hacerlo de canuto, por supuesto, porque si se enteraban allá de que venía a la Argentina, en plena temporada, para un desafío de barrio, se armaba la podrida.

A mi primo Ricardo igual se lo dije. No quería que se armara el tole tole el mismo día del partido. Hice bien, porque estuvimos dos semanas que sí que no, hasta que al final aceptaron. No querían saber nada, pero bastó que el Tanito, en la última reunión, me murmurara a gritos un «dejá Carlos, son una manga de cagones». Ahí nomás el Bebé Grafo, calentón como siempre, agarró viaje y dijo que sí, que estaba bien, que como el año pasado, el sábado 23 a las diez en el sindicato, que él reservaba la cancha, que nos iban a romper el traste como siempre, etcétera. Ricardo trató de hacerlo callar para encontrar un resquicio que le permitiera seguir negociando. Pero fue inútil. La palabra estaba dada, y el Tanito y el Bebé se amenazaban mutuamente con las torturas futbolísticas más aterradoras, mientras yo sonreía con cara de monaguillo.

Cuando el resto de los nuestros se enteró de la noticia, el plantel enfrentó la prueba con el optimismo rotundo que yo creía extinguido para siempre. El sábado a las nueve llegaron todos juntos en el camión de Gonzalito. El único que se retrasó un poco fue Alberto, el arquero, que como la mujer estaba empezando el trabajo de parto esa mañana, se demoró entre que la llevó a la clínica y pudo convencerla de que se quedara con la vieja de ella. Ellos llegaron al rato, y se fueron a cambiar detrás del arco que nosotros dejamos libre. Pero cuando faltaban diez minutos para la hora acordada, y Tito no daba señales de vida, se vino el Bebé por primera vez a buscar camorra. Por suerte, me avivé de hacerme el ofendido: le dije que el partido era a las diez y media y no a las diez, que qué se creía y que no jodiera. Lo miré al Tanito, que me cazó al vuelo y confirmó mi versión de los hechos. El Bebé negó una vez y otra, y lo llamó a Ricardo en su defensa. Por supuesto, Ricardo se nos vino al humo gritando que la hora era a las diez y que nos dejáramos de joder. Ante la complejidad que iba adquiriendo la cosa, con el Tanito juramos por nuestras madres y nuestros hijos, por Dios y por la Patria, que la hora era diez y media, que en el café habíamos dicho diez y media, y que por teléfono habíamos confirmado diez y media, y que todavía faltaba más de media hora para las diez y media, y que se dejaran de romper con pavadas. Ante semejantes exhibiciones de convicción patriótico–religiosa, al final se fueron de nuevo a patear al otro arco, esperando que se hiciera la hora. Después con el Tanito nos dimos ánimo mutuamente, tratando de persuadirnos de que un par de juramentos tirados al voleo no podían ser demasiado perjudiciales para nuestras familias y nuestra salvación eterna.

Fue cuando lo mandé a Josesito a pararse arriba del camión, a ver si lo veía venir por el portón de la ruta, más por matar un poco la ansiedad que porque pensase seriamente en que fuese a venir. Es que para esa altura yo ya estaba convencido, en secreto, de que Tito nos había fallado. Había quedado en venir el viernes a la mañana, y en llamarme cuando llegara a lo de su vieja. El martes marchaba todo sobre ruedas. En la radio comentaron que Tito se venía para Buenos Aires por problemas familiares, después del partido que jugaba el miércoles por no sé qué copa. Pero el jueves, y también por la radio, me enteré de que su equipo, como había ganado, volvía a jugar el domingo, así que en el club le habían pedido que se quedara. Ese día hablé con doña Hilda, y me dijo que ella ya no podía hacer nada: si se suponía que estaba en terapia intensiva, no podía llamarlo para recordarle que tomara el avión del viernes.

El viernes les prohibí en casa que tocaran el teléfono: Tito podía llamar en cualquier momento. Pero Tito no aportó. A la noche, en la radio confirmaron que Tito jugaba el domingo. No tuve ánimo ni para calentarme. Me ganó, en cambio, una tristeza infinita. En esos años, las veces que había venido Tito me había encantado comprobar que no se había engrupido ni por la plata ni por salir en los diarios. Se había casado con una tana, buena piba, y tenía dos chicos bárbaros. Yo le había arreglado la sucesión del viejo, sin cobrarle un mango, claro. El siempre se acordaba de los cumpleaños y llamaba puntualmente. Cuando venía, se caía por mi casa con regalos, para mis viejos y mi mujer, como cualquiera de los muchachos. Por eso, porque yo nunca le había pedido nada, me dolía tanto que me hubiese fallado justo para el desafío. Esa noche decidí que, si después me llamaba para decirme que el partido de allá era demasiado importante y que por eso no había podido cumplir, yo le iba a decir que no se hiciera problema. Pero lo tenía decidido: chau Tito, moríte en paz. Aunque no lo hiciera por mí, no podía cagar impunemente a todos los muchachos. No podía dejarnos así, que perdiéramos de nuevo y que nos empataran la estadística.

Al fin y al cabo, en el primer desafío, cuando era un flaquito escuálido por el que nadie daba dos mangos, y que nos venía sobrando (porque en esa época jugábamos en la canchita del corralón, que era de seis y un arquero), yo igual le dije vení pibe, jugá adelante, que sos chiquito y si sos ligero capaz que la embocás. Por eso me dolía tanto que se abriera, y porque cuando se fue a probar al club, como no se animaba a ir solo, fuimos con Pablo y el Tanito; los cuatro, para que no se asustara. Porque él decía y yo para qué voy a ir, si no conozco a nadie adentro, si no tengo palanca, y yo que dale, que no seas boludo, que vamos todos juntos así te da menos miedo. Y ahí nos fuimos, y el pobre de Pablo se tuvo que bancar que el técnico de las inferiores le dijera a los cinco minutos ¡salí perro, a qué carajo viniste!, y el Tanito y yo tuvimos que pararlo a Tito que quiso que nos fuéramos todos ahí mismo, y decirle que volviera que el tipo lo miraba seguido. Nosotros dos, con el Tanito, duramos un tiempo y pico, pero después nos cambiaron y el guanaco ése nos dijo ta'bien pibes, cualquier cosa les hago avisar por el flaquito aquel que juega de nueve, nos dijo señalándolo a Tito que seguía en la cancha. Pero no nos importó, porque eso quería decir que sí, que Tito entraba, que Tito se quedaba, y nos dio tanta alegría que hasta a Pablo se le pasó la calentura, primero porque Tito había entrado, y segundo porque, como yo andaba con las llaves de mi casa, en la playa de estacionamiento pudimos rayarle la puerta del rastrojero al infeliz del técnico. Y después, cuando le hicieron el primer contrato profesional, a los 18, y lo acostaron con los premios, lo acompañé yo a ver a un abogado de Agremiados y ya no lo madrugaron más, y cuando lo vendieron afuera yo todavía no estaba recibido, pero me banqué a pie firme la pelea con los gallegos que se lo vinieron a llevar, y siempre sin pedirle un mango. Ah, y con el Tanito, aparte, cuando nos encargamos de su vieja cuando el viejo, don Aldo, se murió y él estaba jugando en Alemania; porque el Tanito, que seguía viviendo en el barrio, se encargó de que no le faltara nada, y que los muchachos se dieran una vuelta de vez en cuando para darle una mano con la pintura, cambiarle una bombita quemada, llamarle al atmosférico cuando se le tapara el pozo, qué sé yo, tantas cosas.

Nunca lo hicimos por nada, nos bastó el orgullo de saberlo del barrio, de saberlo amigo, de ver de vez en cuando un gol suyo, de encontrarnos para las fiestas. Lo hicimos por ser amigos, y cuando él, medio emocionado, nos decía muchachos, cómo cuernos se los puedo pagar, nosotros que no, que dejá de hinchar, que para qué somos amigos, y el único que se animaba a pedirle algo era Josesito, que lo miraba serio y le decía mirá, Tito, vos sabes que sos mi hermano, pero jamás de los jamases se te ocurra jugar en San Lorenzo, por más guita que te pongan no vayas, por lo que más quieras porque me muero de la rabia, entendéme, Tito, a cualquier otro sí, Tito, pero a San Lorenzo por Dios te pido no vayas ni muerto, Tito. Y Tito que no, que quedáte tranquilo, Josesito, aunque me paguen fortunas a San Lorenzo no voy por respeto a vos y a Huracán, te juro. Por eso me dolía tanto verlo justo a Josesito, defraudado, parado en puntas de pie sobre el techo del camión de reparto; y a los otros probándolo a Alberto desde afuera del área, con las medias bajas, pateando sin ganas, y mirándome de vez en cuando de reojo, como buscando respuestas.

Cuando se hicieron las diez y media, Ricardo y el Bebé se vinieron de nuevo al humo. Les salí al encuentro con Pablo y el Tanito para que los demás no escucharan. «Es la hora, Carlos», me dijo Ricardo. Y a mí me pareció verle un brillo satisfecho en los ojos. «¿Lo juegan o nos lo dan derecho por ganado?», preguntó, procaz, el Bebé. El Tanito lo miró con furia, pero la impotencia y el desencanto lo disuadieron de putearlo.

«Andá ubicando a los tuyos, y llamálo al árbitro para el sorteo», le dije. Desde el mediocampo, le hice señas a Josesito de que se bajara del camión y se viniera para la cancha. Para colmo, pensé, jugábamos con uno menos. Éramos diez, y preferí jugar sin suplentes que llamar a algún extraño. En eso, ellos también eran de fierro. No jugaba nunca ninguno que no hubiese estado en los primeros desafíos. Cuando Adrián me avisó en la semana que no iba a poder jugar por el desgarro, le dije que no se hiciera problema. Hasta me alegré porque me evitaba decidir cuál de todos nosotros tendría que quedarse afuera. Tito me venía justo para completar los once.

Para colmo, perdimos en el sorteo. Tuvimos que cambiar de arco. Hice señas a los muchachos de que se trajeran los bolsos para ponerlos en el que iba a ser el nuestro en el primer tiempo. Yo sabía que era una precaución innecesaria. Con ellos nos conocíamos desde hacía veinte años, pero me pareció oportuno darles a entender que, a nuestro criterio, eran una manga de potenciales delincuentes. Cuando me pasaron por el costado, cargados de bultos, Alejo y Damián, los mellizos que siempre jugaron de centrales, les recordé que se turnaran para pegarle al once de ellos, pero lo más lejos del área que fuera posible. Alejo me hizo una inclinación de cabeza y me dijo un «quédate pancho, Carlitos». En ese momento me acordé del partido de dos años antes. Iban 43 del segundo tiempo y en un centro a la olla, él y el tarado de su hermano se quedaron mirándose como vacas, como diciéndose «saltá vos». El que saltó fue el petiso Galán, el ocho de ellos: un metro cincuenta y cinco, entre los dos mastodontes de uno noventa. Uno a cero y a cobrar. Espantoso.

Cuando nos acomodamos, fuimos hasta el medio con Josesito para sacar. Con la tristeza que tenía, pensé, no me iba a tocar una pelota coherente en todo el partido. De diez lo tenía parado a Pablo. Si a los dieciséis el técnico aquél lo sacó por perro, a los treinta y cuatro, con pancita de casado antiguo, era todo menos un canto a la esperanza. El Bebé, muy respetuoso, le pidió permiso al árbitro para saludarnos antes del puntapié inicial (siempre había tenido la teoría de que olfear a los jueces le permitía luego hacerse perdonar un par de infracciones). Cuando nos tuvo a tiro, y con su mejor sonrisa, nos envenenó la vida con un «pobres muchachos, cómo los cagó el Tito, qué bárbaro», y se alejó campante.

Pero justo ahí, justo en ese momento, mientras yo le hablaba a Josesito y el árbitro levantaba el brazo y miraba a cada arquero para dar a entender que estaba todo en orden, y Alberto levantaba el brazo desde nuestro arco, me di cuenta de que pasaba algo. Porque el referí dio dos silbatazos cortitos, pero no para arrancar, sino para llamar la atención de Ricardo (que siempre es el arquero de ellos). Aunque lo tenía lejos, lo vi pálido, con la boca entreabierta, y empecé a sentir una especie de tumulto en los intestinos mientras temía que no fuera lo que yo pensaba que era, temía que lo que yo veía en las caras de ellos, ahí adelante mío, no fuese asombro, mezclado con bronca, mezclado con incredulidad; que no fuese verdad que el Bebé estuviera dándose vuelta hacia Ricardo, como pidiendo ayuda; que no fuera cierto que el otro siguiera con la vista clavada en un punto todavía lejano, todavía a la altura del portón de la ruta, todavía adivinando sin ver del todo a ese tipo lanzado a la carrera con un bolsito sobre el hombro gritando aguanten, aguanten que ya llego, aguanten que ya vine, y como en un sueño el Tanito gritando de la alegría, y llamándolo a Josesito, que vamos que acá llegó, carajo, que quién dijo que no venia, y los mellizos también empezando a gritar, que por fin, que qué nervios que nos hiciste comer, guacho, y yo empezando a caminar hacia el lateral, como un autómata entre canteros de margaritas, aún indeciso entre cruzarle la cara de un bife por los nervios y abrazarlo de contento, y Tito por fin saliendo del tumulto de los abrazos postergados, y viniendo hasta donde yo estaba plantado en el cuadradito de pasto en el que me había quedado como sin pilas, y mirándome sonriendo, avergonzado, como pidiéndome disculpas, como cuando le dije vení pibe, jugá de nueve, capaz que la embocás; y yo ya sin bronca, con la flojera de los nervios acumulados toda junta sobre los hombros, y él diciéndome perdoná, Carlos, me tuve que hacer llamar a la concentración por mi tía Juanita, pero conseguí pasaje para la noche, y llegué hace un rato, y perdonáme por los nervios que te hice chupar, te juro que no te lo hago más, Carlitos, perdonáme, y yo diciéndole calláte, boludo, calláte, con la garganta hecha un nudo, y abrazándolo para que no me viera los ojos, porque llorar, vaya y pase, pero llorar delante de los amigos jamás; y el mundo haciendo click y volviendo a encastrar justito en su lugar, el cosmos desde el caos, los amigos cumpliendo, cerrando círculos abiertos en la eternidad, cuando uno tiene catorce y dice 'ta bien, te acompañamos, así no te da miedo.

Como Tito llegó cambiado, tiró el bolso detrás del arco y se vino para el mediocampo, para sacar conmigo. Cuando le faltaban diez metros, le toqué el balón para que lo sintiera, para que se acostumbrara, para que no entrara frío (lo último que falta ahora, pensé, es que se nos lesione en el arranque). Se agachó un poquito, flexionando la zurda más que la diestra. Cuando le llegó la bola, la levantó diez centímetros, y la vino hamacando a esa altura del piso, con caricias suaves y rítmicas. Cuando llegó al medio, al lado mío, la empaló con la zurda y la dejó dormir un segundo en el hombro derecho. Enseguida se la sacudió con un movimiento breve del hombro, como quien espanta un mosquito, y la recibió con la zurda dando un paso atrás: la bola murió por fin a diez centímetros del botín derecho.

Recién ahí levanté los ojos, y me encontré con el rostro desencajado del Bebé, que miraba sin querer creer, pero creyendo. El petiso Galán, parado de ocho, tenía cara de velorio a la madrugada. Ellos estaban mudos, como atontados. Ahí entendí que les habíamos ganado. Así. Sin jugar. Por fin, diez años después íbamos a ganarles. Los tipos estaban perdidos, casi con ganas de que terminara pronto ese suplicio chino. Cuando vi esos ademanes tensos, esos rostros ateridos que se miraban unos a otros ya sin esperanza, ya sin ilusión ninguna de poder escapar a su destino trágico, me di cuenta de que lo que venía era un trámite, un asunto concluido.

Mientras el árbitro volvía a mirar a cada arquero, para iniciar de una vez por todas ese desafío memorable, Josesito, casi en puntas de pie junto a la raya del mediocampo, le sonrió al Bebé, que todavía lo miraba a Tito con algo de pudor y algo de pánico: "¿Y, viste, jodemil...? ¿No que no venía? ¿no que no?", mientras sacudía la cabeza hacia donde estaba Tito, como exhibiéndolo, como sacándole lustre, como diciéndole al rival moríte, moríte de envidia, infeliz.

Pitó el árbitro y Tito me la tocó al pie. El petiso Galán se me vino al humo, pero devolví el pase justo a tiempo. Tito la recibió, la protegió poniendo el cuerpo, montándola apenas sobre el empeine derecho. El petiso se volvió hacia él como una tromba, y el Bebé trato de apretarlo del otro lado. Con dos trancos, salió entre medio de ambos. Levantó la cabeza, hizo la pausa, y después tocó suave, a ras del piso, en diagonal, a espaldas del seis de ellos, buscándolo a Gonzalito que arrancó bien habilitado.


* Este es uno de los relatos de ficción publicado –como bien dice la fotoleyenda– en el libro "Esperándolo a Tito y otros cuentos de fútbol", del argentino Eduardo Sacheri.
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05 marzo 2009

Ni Clásico, ni Mundial, ni Béisbol

Por Jorge Sayegh

Nada tiene derecho a autodenominarse “clásico” antes incluso de su nacimiento. Los clásicos se forman con el tiempo, gracias a la costumbre, el reconocimiento ajeno, su capacidad ejemplar y sus aportes históricos. De otra manera sería pretencioso. Como vemos, comenzamos mal.

El interés de los jugadores estrellas y del público ha disminuido para esta segunda edición del Clásico Mundial de Béisbol y algunos especialistas dudan que se realice una tercera, así que no es un Clásico. Como se trata de un deporte popular en tan sólo un puñado de países tampoco podríamos decir que es Mundial y, de acuerdo a las variantes que tiene el reglamento particular de este campeonato, casi podríamos decir que ni siquiera es Béisbol.

Las reglas especiales del Clásico Mundial están contenidas en un boletín de ¡36 páginas! que ni sé donde conseguirlo, ni me interesa buscarlo, ni pensaría en leerlo, pero que Enrique Rojas, columnista de ESPN mucho más acucioso que yo y a quien le pagan por serlo, comenta en su blog.

La dinámica del calendario de este segundo torneo es diferente al primero (que, en sus grupos eliminatorios de cuatro equipos, fue similar al todos contra todos de la Serie del Caribe, que sí es un clásico).

Sucede que ahora se va a tirar una monedita antes de cada partido para definir quién juega como home club.

Existe la posibilidad de que en la eliminatoria nunca te toque jugar con uno de los equipos de tu grupo por el curioso sistema de: “el que pierda dos, se va”.

Paradójicamente, es muy probable que un mismo par de equipos tengan que medirse tres veces o más en el transcurso del campeonato.

Todo muy raro, pero lo más extraño, infantil y beisbolísticamente inaceptable es su regla para extra-inning y cito un fragmento de Rojas:

“Desde la entrada 13 el equipo a la ofensiva colocará corredores en primera y segunda, manteniendo intacto el orden al bate. Quiere decir que si un equipo tuvo el cuarto bate como último out de la entrada 12, arrancará el episodio 13 con el tercer bate corriendo en segunda base y el cuarto bate corriendo en primera y el quinto bate agotará su turno como correspondía en el orden.”

¡¿Qué güevonada es esta?! ¿Y si sigue empatado en el inning 14 van a eliminar jugadores de la defensa en cada entrada? ¡¿Y el que la bota la busca?!

Ya es difícil que el resto del mundo acepte como deporte esa millonaria actividad lúdica donde un público atiborrado de cerveza le grita improperios a unos gordos escupidores con un palo en la mano, para que ahora inventen que los gordos se materialicen de la nada en el medio del camino para que corran menos si tienen chance de anotar. ¿De verdad no es mamadera de gallo?

Pues nada. Este mundial curioso comienza ya adelantado en el Lejano Oriente con un grupo de afinados chinitos mientras que los occidentales seguimos calentando el brazo. Y los venezolanos en particular ni brazo para calentar tenemos, porque el cuerpo de lanzadores es la parte más débil de nuestro equipo y como dicen todos los que dicen que saben de este estratégico deporte de gordos gargajeros: “el pitcheo es la clave en series cortas”. Y en las largas y en las intermedias y cuando eres visitante y cuando eres local y en el último juego de la temporada, el pitcheo es la clave y punto. Así que, o esperamos que esta vez nuestros manganzones saquen la casta y nos sorprendan, a ver si los batazos le dan un matiz más noble al sinsentido de las banderas, o nos preparamos para un calvario de angustias con clima de nevera canadiense, porque apenas perdamos dos juegos se nos acaba la fiesta.
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04 marzo 2009

'Mister' Clough y la hazaña del Forest


Por Enric González *

La última gran batalla del viejo laborismo británico, socialista y cristiano, concluyó en marzo de 1985 con una derrota definitiva. Tras un año de huelga contra el Gobierno de Margaret Thatcher, los mineros se rindieron y en poco tiempo, una a una, las minas fueron cerrándose. Pero, antes de la huelga y del triunfo de Thatcher, aquella izquierda había disfrutado de una gloria irrepetible. Nunca en el fútbol europeo se había visto algo así. ¿Fútbol y política? Sí, por supuesto. A veces ocurre. El mundo de los símbolos es así de complejo.

Tomemos una ciudad: Nottingham, en el corazón industrial de Inglaterra. A mediados de los 70, Nottingham estaba perdiendo con rapidez sus fábricas textiles. La población decrecía. La crisis económica y la crisis del laborismo se unían en una sensación generalizada de declive.

Tomemos un equipo: el Nottingham Forest, tan histórico como deprimido. El Forest fue fundado en 1865 y adoptó el color rojo del revolucionario italiano Garibaldi; en 1976 poseía un pasado notabilísimo (patrocinó el nacimiento del Arsenal londinense, fue el primer equipo en experimentar las redes en las porterías y el arbitraje con silbato en vez de banderas) y un presente mediocre en la Segunda División.

Tomemos un joven entrenador: Brian Clough, que destacaba por su efectividad (le había dado una Liga al modesto Derby County en 1972), por su tremendo carácter y por su filiación laborista. Cuando había una huelga minera en las Midlands, Clough estaba ahí, animando a los piquetes y donando parte de su sueldo. Mister Clough, como exigía ser llamado, no puede ser comparado con los Mourinho o los Ferguson de hoy porque éstos no resisten la comparación. Una de sus frases célebres: "Ya sé que Roma no se construyó en un día, pero es que yo no me encargué de ese trabajo".

Ya tenemos la ciudad, el equipo y el técnico: una mezcla explosiva. En 1977, Mister Clough logró que el Forest ascendiera a la máxima categoría. Entonces empezó la fiesta: en la temporada siguiente, 1977-78, el Forest fue campeón de Liga. En 1979, el año en que Thatcher llegó al Gobierno, fue campeón de Europa. Y en 1980 lo fue otra vez. Ningún otro equipo europeo posee más Copas de Europa que títulos ligueros. El Forest logró la hazaña jugando limpio y raso: fue el primer equipo británico que amó el balón. Otra frase de Clough: "Si Dios hubiera querido que el fútbol se jugara en las nubes, no habría puesto hierba en el suelo".

Luego llegó la decadencia. Las estrellas como Peter Shilton y Trevor Francis se eclipsaron. Mister Clough se hundió en el alcoholismo. El 15 de abril de 1989, cuando Forest y Liverpool iniciaban una semifinal de Copa en el estadio de Hillsborough (Sheffield), una avalancha de espectadores causó 96 víctimas mortales. La tragedia de Hillsborough simbolizó el fin de una época. En 1993 llegaron el descenso y la despedida de Mister Clough.

El mejor entrenador británico (este título podría discutírselo su amigo Bill Shankly, pero nunca Alex Ferguson) murió en 2004, tras un trasplante de hígado que le dio unos pocos meses de tiempo suplementario. El Nottingham Forest malvive en la Segunda División inglesa. Lo que hicieron Mister Clough y el Forest nunca será superado.

* Artículo publicado en el Diario El País, el pasado 02 de marzo. + + +
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28 febrero 2009

Pequeño gran hombre


Por Roberto Saviano *

Lo encuentro en los vestuarios del Camp Nou de Barcelona, un estadio enorme, el terce­ro en el mundo. Desde la tribuna, Messi es una manchita, incontrolable y velocísima. De cerca, es un chico frágil pero sólido, timidísimo, habla casi susurrando con cadencia argentina, de rostro dulce y terso sin un hilo de barba. Lionel Messi es el campeón de fútbol vivo más menudo. Le dicen "La Pulga". Tiene estatura y cuerpo de chico. En realidad, fue de chico –más o menos a los diez años– cuando Lionel dejó de crecer. Las piernas de los otros se alargaban, también las manos, les cambiaba la voz. A Leo no le pasaba. Algo no andaba bien y los análisis lo confirmaron: la hormona del crecimiento estaba inhibida. Messi padecía una rara forma de enanismo.

Con la hormona del crecimiento, se bloqueó todo. Y ocultar el problema era imposible. Entre los amigos, en la canchita de fútbol, todos se dan cuenta de que Lionel se quedó: "Hiciera lo que hiciera, o fuera adonde fuera, siempre era el más chico de todos". Dicen justamente eso: "Lionel se quedó". Como si se hubiera detenido en algún lugar.

A los once años, con apenas un metro cuarenta, la camiseta del Newell's Old Boys, su equipo de Rosario, en Argentina, le sobra de todos lados. Baila en los pantaloncitos enormes; los botines, por más que se ajuste los cordones, un poco los arrastra. Messi es un jugador fenomenal: pero en el cuerpo de un chiquito de ocho años, no de un adolescente. Justamente a la edad en que, vislumbrando el futuro, habría que desarrollar un talento, el crecimiento primario (el de brazos, tronco y piernas), se frenó.

Para Messi, es el fin de la esperanza que alimentaba en sí mismo desde su primerísimo debut en una cancha de fútbol, a los cinco años. Siente que la falta de crecimiento acabó también con cualquier posibilidad de llegar a ser lo que sueña. Los médicos constatan, no obstante, que su deficiencia puede ser transitoria si se combate a tiempo. La única forma en que se puede tratar de intervenir es una terapia a base de la hormona "gh": años y años de bombardeo continuo que le permitan recuperar los centímetros necesarios para enfrentar a los colosos del fútbol moderno.
Es un tratamiento muy caro que la familia no puede permitirse: inyecciones de quinientos euros cada una, que deben aplicarse todos los días. Jugar a la pelota para poder crecer, crecer para poder jugar: a partir de ese momento, ése es el único camino. Lionel no pue de ni siquiera imaginar un modo de curarse que no tenga en cuenta la pasión de su vida, el fútbol.

Pero esos malditos tratamientos no podrá permitírselos a me nos que un club de cierto nivel lo tome bajo sus alas y se los pague. Y la Argentina está hundiéndose en la devastadora crisis económica de la que huyen en primer lugar las inversiones, luego las personas, cuyos ahorros se volatilizan con el derrumbe de los bonos estatales. Nietos y bisnietos de inmigrantes criados en el bienestar buscan la salvación emigrando a los países de origen de sus antepasados. En esa situación, ninguna empresa argentina, aun intuyendo el talento del pequeño Messi, tiene ganas de cargar con los costos de seme­jante apuesta.

Aunque llegara a crecer algu nos centímetros –tal es el razo namiento– en el fútbol moderno, ahora, sin un físico imponente, no se es nadie. A La Pulga, una defensa maciza lo aplastará, La Pulga no podrá hacer un gol de cabeza, La Pulga no soportará los esfuerzos anaeróbicos requeridos a los centro-delanteros de hoy. Pero Lionel Messi, de todos modos, sigue jugando en su equipo. Sabe que debe hacerlo como si tuviera diez pies, correr más rápido que un potro, ser imbatible con la pelota en el suelo si quiere tener al guna chance de ser un jugador de verdad, un profesional.

Durante un partido, lo ve un observador. En la vida de los jugadores, los observadores son todo. Cada partido que ganan, cada penal que consideran ejecutado a la perfección, cada muchacho que deciden seguir, cada padre con el que van a hablar, significa trazar un destino. Dibujarlo en líneas generales, abrirle una puerta: pero en el caso de Messi, lo que le ofrecen, representa mucho más. No sólo le ofrecen la oportunidad de ser jugador de fútbol, sino la posibilidad de curarse, de tener por delante una vida normal. Antes de verlo, los observadores que oyen hablar de él, son de todos modos muy escépticos. "Si es muy pequeño, no tiene esperanza, aunque sea fuerte", piensan. Pero, en cambio, hubo otras voces: "Bastaron cinco minutos para comprender que era un predestinado. En un instante fue evidente hasta qué punto era especial el muchacho". Esto lo afirma Charles Rexach, director deportivo del Barcelona, después de ver a Leo en la cancha. Es tan evidente que Messi tiene en los pies un talento único, algo que va más allá del fútbol propiamente dicho: verlo jugar es como oír una música, como si en un mosaico despegado, cada pieza volviera a su lugar.

Rexach quiere retenerlo ya mismo: "Cualquiera que hubiera estado ahí, lo habría comprado a peso de oro". Y es así como hacen un primer contrato en un pedazo de papel, una servilleta de bar desplegada. Firman él y el padre de La Pulga. Esa servilleta cambiará la vida de Lionel. El Barcelona cree en ese chico eterno. Decide invertir en el tratamiento de la maldita hormona que se bloqueó. Pero para curarse, Lionel debe trasladarse a España con toda la familia, que junto con él abandona Rosario sin documentos, sin trabajo, confiando en un contrato garabateado en una servilleta, esperando que dentro de ese cuerpo infantil pueda estar realmente el futuro de todos. A partir de 2000, durante tres años, la empresa le garantiza a Messi la asistencia médica necesaria. Cree que un muchachito dispuesto a jugar al fútbol para salvarse de una vida de infierno tiene el raro combustible que hace llegar a una persona adónde sea.

Pero los tratamientos te resultan agotadores. Siempre tenés náuseas, vomitás hasta el alma. Los pelos de la cara no te crecen. Además, sentís que adentro los músculos te estallan, los huesos se te parten. Todo se te alarga, se dilata en pocos meses, un tiempo que debía durar años. "No podía darme el lujo de sentir dolor", dice Messi, "no podía permitirme mostrarlo frente a mi nuevo club. Porque a ellos les debía todo". La diferencia entre quien invierte su talento para realizarse y quien por él se juega todo es abismal. El arte pasa a ser tu vida no en el sentido de que totaliza todo, sino que so­lamente tu arte puede seguir haciéndote vivir, garantizándote el futuro. No existe un plan B, alguna alternativa en la cual replegarse.

Después de tres años, finalmente el Barcelona convoca a Lionel Messi y la familia sabe que si no está en condiciones de jugar como se espera, las dificultades para seguir adelante serán insuperables. En Argentina, los Messi perdieron todo y en España toda­vía no tienen nada. Y Leo, a esa altura, recaería sobre sus espaldas. Pero cuando La Pulga juega, toda la angustia se desvanece. Entrenándose duramente con el apoyo del equipo, Messi consigue crecer no sólo en bravura, sino también en altura, año tras año, centímetro tras centímetro exprimido de los músculos, alargado en los huesos. Cada centímetro adquirido, un sufrimiento. Nadie sabe en realidad cuánto medís ahora. Algunos calculan apenas un poco más del metro cincuenta, algunos un poco menos, un sitio habla de un Messi que, al seguir creciendo, llegó al metro sesenta. Las estimaciones oficiales cambian, concediéndole cada tanto algún centímetro de más, como si fuese un mérito, un premio conquistado en la cancha.

Lo cierto es que cuando los dos equipos están formados antes del silbato inicial, el ojo encuadra todas las cabezas de los jugadores más o menos a la misma altura, mientras que para encontrar la de Messi debe bajar por lo menos al nivel de los hombros de los compañeros. Para un deporte donde cuenta cada vez más la potencia y, para un atacante, los casi dos metros de Ibrahimovic y el me tro ochenta y cinco de Beckham pasaron a ser la norma, Lionel sigue pareciéndose peligrosamente a una pulga. Como dice Manuel Estiarte, el jugador de water-polo más grande de todos los tiempos: "Es verdad, hay que calcular que las probabilidades de que Mes si salga derrotado de un choque cuerpo a cuerpo son altas, como es alto el riesgo de que sea totalmente avasallado por los defensores. Pero con una sola condición... primero tienen que poder alcanzarlo".

Y de hecho nadie consigue se guirlo. El centro de gravedad es bajo, los defensores le obstaculi zan el paso, pero él no se cae ni se mueve. Sigue corriendo, le vanta la pelota con el pie, no se detiene, gambetea, salta, esquiva, escapa, tira. Es impredecible. En Barcelona, se burlan diciendo que los astros de la defensa del Real Madrid, Roberto Carlos y Fabio Cannavaro, nunca han podido ver a Lionel Messi de frente porque no consiguen alcanzarlo. Leo es rapidísimo, dispara con sus pies pequeños que parecen manos por como se las ingenia para sostener la pelota, controlar cada uno de sus movimientos. Cuando él tira, los adversarios trastabillan en el estor bo inútil de sus pies número 45.

En una publicidad donde lo in vitaron a dibujar su historia con un marcador, es divertido y melancó lico ver a Messi retratarse como un chiquillo minúsculo entre larguísi mos bosques de piernas, perdido allí entre pelotas demasiado gran des que vuelan lejos. Pero cuando tocan tierra, él las agarra, veloz, y pequeño como es consigue pasar entre las piernas de todos y llegar al arco. Cuando hay laterales y los adversarios recuperan el aliento es precisamente el momento en que él sale y los pasa, de tal ma nera que cuando los goleadores se imaginaban que lo tenían detrás de la espalda, se lo encuentran en cambio ya cinco metros más ade lante. El gran jugador no es el que hace cometer faltas, sino ése al que nunca se le puede hacer ninguna gambeta.


La belleza misma

Ver a Messi significa observar algo que va más allá del fútbol y coincide con la belleza misma. Algo como un ímpetu, casi un es tremecimiento de conciencia, una epifanía que permite al individuo que está allí, viéndolo gambetear y jugar con la pelota, dejar de per cibir una separación entre él y el espectáculo que está presencian do, confundirse plenamente con lo que ve, al punto de sentirse uno con ese movimiento desigual pe ro armónico. En esto, las jugadas de Messi son comparables a las sonatas de Arturo Benedetti Mi chelangeli, a los rostros de Rafael, a la trompeta de Chet Baker, a las fórmulas matemáticas de la teoría de los juegos de John Nash, a todo lo que deja de ser sonido, materia, color, y se convierte en algo que pertenece a todos los elementos, a la vida misma. Ya sin separación, sin distancia. Están ahí, y no se puede vivir sin ellos. Y nunca se ha vivido sin ellos, sólo que cuan do se descubren por primera vez, cuando por primera vez se los ob serva al punto de quedar hipnoti zados, la conmoción es inevitable y uno no puede más que intuirse a sí mismo. Mirarse en lo más pro fundo.

Escuchar a los cronistas depor tivos que comentan sus avances bastaría para definir su épica de virtuoso. Durante un encuentro Barcelona-Real Madrid, el cronis ta, viéndolo asediado por los inten tos de hacer cobrar una falta dejó de describir la escena y comenzó con un satisfecho: "No se cae, no se cae, no se cae". Durante otro en frentamiento de los archirrivales históricos, la ola estática "Messi, Messi, Messi, Messi" recibe una "a" adicional que le quedará siem pre: Messia. Es el otro sobrenom bre que La Pulga se ganó con la gracia burlona de sus jugadas, con el estupor casi místico que suscita su juego. "El hombre se hizo Dios e invitó a su profeta", así dicen los carteles de un servicio televisivo dedicado a El Mesías y a quien co mo encarnación divina del fútbol lo precedió: Diego Armando Ma radona.

Parece imposible, pero cuando Messi juega tiene en mente las jugadas de Maradona, igual que un ajedrecista en un determinado momento de la partida a menudo se inspira en la estrategia de un maestro que se encontró en una situación análoga. La obra maestra que Diego Armando había realiza do el 22 de junio de 1986 en Méxi co –el gol votado como el mejor del siglo XX–, Lionel consigue repe tirla prácticamente idéntica y casi exactamente veinte años después, el 18 de abril de 2007 en Barcelo na. Justamente, Leo sale a unos sesenta metros del arco, también él elimina en una jugada única a dos centrocampistas, después ace lera hacia el área de penal, donde uno de los adversarios que había superado trata de derribarlo, pero no lo consigue. Se amontonan al rededor de Messi tres defensores, y en vez de apuntar al arco, él sale hacia la derecha, saca al arquero y a otro jugador... Y es gol. Después de marcar, se genera una escena increíble en la que los jugadores del Barcelona petrificados, con las manos en la cabeza, miran para to dos lados como si no creyeran que fuera posible presenciar todavía un gol como ése. Todos pensaban que solamente un hombre era ca paz de tanto. Pero no fue así.


David contra Goliat

La prensa inventa enseguida "Messidona", pero hay algo en el parecido de los dos campeones argentinos que supera las simili tudes encontradas y produce un estremecimiento. En un deporte que parece haber dejado atrás la etapa épica, las proezas de Messi se asemejan a la reiteración de un mito, y no de un mito cualquiera, sino del que está más fuertemente en contraste con nuestro tiempo: David contra Goliat. Físicos mi núsculos, barrios pobres, incapa cidad de verse distintos de como jugaban en las canchitas, cara siempre igual, bronca siempre igual, como una pereza que se lleva dentro. Teóricamente tenían todo lo necesario para fracasar, to do lo necesario para perder, todo lo necesario para no gustarle a na die y para no jugar. Pero las cosas resultaron diferentes.

Messi, cuando Maradona hacía aquel gol en México, todavía no había nacido. Nacerá en 1987. Y la razón por la cual lo seguí a Barce lona, al punto de querer conocerlo, tiene su origen justamente en eso: haber crecido en Nápoles en el mi to de Diego Armando Maradona. No olvidaré nunca el partido de los mundiales de 1990; un destino te rrible llevó a la selección italiana de Azeglio Vicini y Totò Schillaci a jugar la semifinal contra la se lección argentina de Maradona, justamente en el San Paolo. Cuan do Schillaci hace el primer gol, el estadio se alegra. Pero se siente que en la cancha algo no funcio na. Después del gol de Caniggia la hinchada no napolitana –no autóctona– empieza a agarrársela con Maradona, y entonces sucede algo que no ocurrirá nunca más en la historia del fútbol y que nunca había sucedido hasta ese momen to: la hinchada se vuelca contra su propia selección de fútbol. Los hinchas del sector napolitano em piezan a gritar: "¡Diego! ¡Diego!" Por otra parte, estaban acostum brados a hacerlo, ¿cómo culparlos y cómo identificarse con otros? Aunque pudieran querer al equipo nacional propio, en ese momento es Maradona quien representa a la hinchada del San Paolo más que una selección de jugadores prove nientes de otras ciudades de Italia, de Roma, Milán, Turín.

Maradona había logrado inver tir la gramática de las hinchadas. Y en Roma se lo hicieron pagar en la final Argentina-Alemania, don de el público para vengarse de la eliminación de Italia en la semifi nal y de las defecciones generadas dentro de la hinchada, comienza a silbar el himno nacional. Mara dona espera que la cámara de TV, al recorrer a sus jugadores, llegue a sus labios, para lanzar un "hijos de puta" a los hinchas que no res­petan ni siquiera el momento del himno. Una final terrible, donde en Nápoles todos hinchaban, ob viamente, a favor de Argentina. Pero, después el momento del penal absolutamente dudoso des truye toda esperanza. Alemania claramente en problemas debe, no obstante, ganar y vengar a la Italia vencida. Un penal por una falta contra Rudi Voeller; lo hace Andreas Brehme. Y el comentario del cronista argentino fue: "Sola mente así, hermano... solamente así podían ganar contra Diego".

Me acuerdo muy bien de esos días. Tenía once años, y es muy difícil que vuelva a ver alguna vez fútbol como ése. Pero algo parece volver, de aquel tiempo. El gol en México contra Inglaterra, el gol repetido por La Pulga veinte años más tarde, marca uno de los mo mentos inolvidables de mi infan cia. Me pregunto qué maravilla y qué vértigo sería ver jugar a Mes si en el San Paolo, él, de quien el propio Maradona dijo: "Ver jugar a Messi es mejor que tener sexo". Y Diego sabe mucho de las dos cosas. "Me gusta Nápoles, quiero ir pronto –dice Lionel–. Estar un poco debe ser lindísimo. Para un argentino es como estar en casa".

El momento más increíble de mi encuentro con Messi es cuando le digo que cuando juega se parece a Maradona – "parece", porque no sé cómo expresar algo repetido mil veces, aunque deba decírsela igual – y me responde: "¿De verdad?", con una sonrisa aún más tímida y contenta. Por lo demás, Lionel Messi aceptó verme no porque sea un escritor o por otra cosa, sino porque le dijeron que vengo de Nápoles. Para él es como para un musulmán nacer en La Meca. Nápoles, para Messi y para mu chos simpatizantes del Barcelona, es un lugar sagrado del fútbol. Es el lugar de la consagración del ta lento, la ciudad donde el dios de la pelota jugó sus mejores años, don de de la nada partió hacia la derro ta de los grandes equipos, hacia la conquista del mundo.

Lionel parece todo lo contrario de lo que uno espera de un juga dor: no es seguro de sí mismo, no usa las frases habituales que les aconsejan decir, se pone colorado y se mira los pies o se mordisquea las uñas del índice y del pulgar acercándoselas a los labios cuando no sabe qué decir y está pensan do. Pero su historia es aún más ex traordinaria. La historia de Messi es como la leyenda del abejón. Se dice que el abejón no podría volar porque el peso de su cuerpo es des proporcionado respecto de la fuer za de sustentación de las alas. Pero el abejón no lo sabe y vuela. Messi, con ese cuerpo flacucho, con esos pies pequeños, esas piernas, el tor so exiguo y todos sus problemas de crecimiento, no podría jugar en el fútbol moderno, todo músculo, masa y fuerza. Sólo que Messi no lo sabe. Y por eso mismo es el más grande de todos.

*Publicado originalmente en La Repubblica y Clarín, 2009. Traducción de Cristina Sardoy.
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