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30 marzo 2009

El último Café



Por Salvador Fleján

El último recuerdo que guardo del Café Martínez es algo extraño. Debe haber sido a mediados de los años noventa, en el Universitario. El Café venía al bate y el estadio estaba full de fanáticos. Con pizarra y público adverso, el negrazo estiró los brazos y puso la bola en las gradas del leftfield. Ese día no había samba en el estadio y la conexión hubiera pasado desapercibida a no ser por un hecho que me heló la sangre: de las gradas algún espontáneo devolvió la pelota al campo. Esa puede que sea una costumbre arraigada en el Wringley Field de Chicago, pero no en el parque de Los Chaguaramos. El jardinero izquierdo, en un gesto pretendidamente magnánimo, tomó la pelota y la regresó al graderío. Insólitamente, el souvenir fue devuelto al outfield como si el jonrón estuviera apestado. Mientras eso ocurría, Café le daba la vuelta al cuadro, acaso avergonzado de darle ventaja a su equipo.

Al tratar de buscarle una explicación a lo que acababa de ver, mis recuerdos se transformaron en un remolino de titulares de prensa, fotos y chismes de tribuna. Veo al Café en mangas de camisa a las puertas de una comisaría de la PTJ. Café empuñando un bate con el uniforme de los Yankees. Abrazado al novato Guillén en una tarde del Comiskey Park. Luego algo se apaga y lo veo jugar temporadas completas con los Tiburones, como si jugar desde octubre constituyera un signo inequívoco de decadencia deportiva. “Le dio un coscorrón al manager de los Medias Blancas”. “Está dedicado al ron”. “El chirri lo tiene loco”. Según la leyenda urbana, Café Martínez en vez de pelotero parecía boxeador.

Luego vendría el retiro y el olvido. Una mañana de ocio sintonicé un canal deportivo. Alguien lejanamente familiar contaba anécdotas como si padeciera de asma. Me costó trabajo reconocer al recio tercera base de los Tiburones de La Guiara en aquella sombra encorvada tocada con un gorrito raftafari. Casi al final del programa, el conductor del espacio invitó al Café a hablar de “su enfermedad”. Algo inquietante se revolvió dentro de mí. El viejo ídolo hilvanó un lugar común. La voz agónica del Café hacía lucir la invitación del moderador como un chiste y una redundancia. “Todo el mundo sabe lo que tengo. Que eso le sirva de ejemplo a los muchachos”, remató casi inane.

El sentimiento de exclusión que experimenté al no saberme parte de ese “mundo” al que se refería el pelotero no fue nada en comparación a la amarga intuición de saber que el hombre se estaba muriendo.

Pero el Café aún tendría arrestos para vivir un año más. En otras de mis mañanas de ocio volví a sintonizar el programa deportivo. Me sorprendieron dos cosas: que el estúpido programa aún se mantuviera al aire y que el Café siguiera aferrado con valentía a la vida. Sin embargo, en esta oportunidad Café Martínez no se encontraba presente en el estudio. “Estoy muy débil”, se excusó. Su voz, que a través del hilo telefónico sonaba entre fantasmal y suplicante, repetía como una letanía que no lo dejaran solo. Que lo único que quería era hablar con sus amigos. Nada más.

Fue en ese momento que me vino la imagen del jonrón execrado de las gradas, aquel hecho tontamente irreverente que preludiaría el final de su exaltada vida.

Apagué el televisor e intenté elevar una plegaría. Sólo entonces caí en cuenta de que no recordaba ninguna.

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